Organización
comunicante: UCACYL |
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LA
TUTELA PENAL DE LOS CONSUMIDORES EN TORNO A LOS DELITOS DE FRAUDE
ALIMENTARIO NOCIVO
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Asesor
- redactor: Dr. D. Miguel Ángel Iglesias Río
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Presentada
por la Asociación: UCA - Asociaciones no federadas representadas
de La Rioja, Parquesol (Valladolid), La Alegría (Alconadilla-Segovia) |
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PRIMERA PARTE:
APROXIMACIÓN GENERAL A LOS DELITOS DE FRAUDE ALIMENTARIO NOCIVO
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I. PLANTEAMIENTO
El Título XVII del Código Penal (a patir de ahora, CP)
responde a la rúbrica "de los delitos contra la seguridad
colectiva", dentro de la cual se incluye el Capítulo III
que integra a "los delitos contra la salud pública",
abarcando los arts. 359 a 378 .
Del heterogéneo abanico de conductas tipificadas, centraré
mi atención en este apartado al tratamiento de los delitos
de fraude alimentario nocivo, dada su importancia e incidencia práctica
ante las graves repercusiones que comporta en el ámbito de
la tutela penal de salud de los consumidores en sentido amplio. Como
indica la monografía de DOVAL PAIS, la situación general
actual es el fruto de un lento peregrinaje en el que la protección
de la salud ha experimentado avances, unas veces y retrocesos otras,
siempre en pugna con el ingenio y el artificio. Desde luego, en nuestro
país, toda esta materia recobró su importancia y experimentó
a nivel legislativo un significativo incremento de protección
penal especialmente a partir de la tragedia vivida por la sociedad
española en 1981 en el caso del aceite de colza desnaturalizado
y, en fechas más recientes, por frecuentes sucesos de engorde
artificial del ganado con sustancias prohibidas (clembuterol) y, con
mayor intensidad, ante el escándalo desatado por la popularmente
conocida como "enfermedad de las vacas locas" (encefalopatía
espongiforme bovina)
De la ubicación sistemática de estos injustos se desprende
la preocupación legal por prevenir aquellas conductas que utilizan
objetos (alimentos, medicamentos) especialmente idóneos para
lesionar intereses jurídicos de naturaleza supraindividual,
macrosocial, que afectan a una colectividad indeterminada de sujetos
(el mercado). Más allá del sentido puramente formal
de esta ubicación, por de pronto, una de las primeras consecuencias
prácticas de la exigencia de una irradiación del riesgo
a una generalidad de personas, impediría, por ejemplo, apreciar
en determinados casos un concurso de delitos de esta clase cuando
exista una pluralidad de personas puesta en peligro .
Esta materia es, asimismo, susceptible de un doble enfoque metodológico.
De un lado, cuando se habla de la concreta "protección
del consumidor individual" -en cuyo caso, entiende el Prof. GONZÁLEZ
RUS- se hace referencia a la protección de los intereses de
los que es titular el sujeto particular, la sociedad o el Estado en
cuanto tal, cuando resulta lesionado en una concreta relación
de consumo y cuya tutela se logra a través de las modalidades
delictivas que contemplan derechos subjetivos o intereses individuales
(homicidio, lesiones, estafa, etc.); y si tienen dimensión
colectiva sólo es por la adición de múltiples
perjudicados, pero sin tener una sustantividad propia como tal interés
colectivo (por ejemplo, fraudes colectivos constitutivos de estafa).
Por el contrario, cuando se habla de la "protección de
los consumidores", se intenta garantizar la tutela penal de lo
que desde la década de los años setenta se ha venido
en denominar "interés difuso". El interés
difuso se caracteriza por constituir un interés sectorial,
no general ni ilimitado sino que afecta a un colectivo de sujetos
quizás extraordinariamente extenso, pero no universal, y que
se caracterizan con el nombre de "consumidores". Ello es
debido a que el interés difuso es un interés dialéctico,
que puede estar enfrentado al interés de otro grupo; por ejemplo,
los intereses de los consumidores suelen enfrentarse a los intereses
de los empresarios, lo que añade a este concepto una cierta
dosis de valoración emocional, ideológica. Para proteger
tales intereses difusos, el Estado debe asumir un papel protagonista,
acudiendo a las leyes que rigen el Derecho penal económico
y protegen preventivamente la salud pública. La necesidad de
una especial protección de estos intereses se debe a una serie
de variables que, fundamentalmente, se asocian a la complejidad de
las nuevas formas extendidas a nivel mundial en los modos de producción
industrial, distribución y comercialización de bienes
y servicios, caracterizados, como es sabido, por incorporar, al mismo
tiempo, los avances científicos experimentados en el campo
de la química analítica y la bactereológica,
tendentes, en lo que ahora nos interesa, a salvaguardar su caducidad
(a través de conservantes), a introducir aditivos que dulcifiquen
su consumo (a través de edulcorantes y aromatizantes) o a que
los productos sean más atractivos visualmente ante los clientes
(colorantes) .
Pero todo avance científico y toda modernización en
la cada vez más amplia oferta de mercado y de la diversificada
cadena de abastecimiento de un producto hasta llegar al consumidor
final, han introducido nuevos riesgos y la invención de fenomenologías
defraudatorias desconocidas que, como se ha demostrado históricamente,
han contribuido a debilitar aún más la posición
del consumidor actual, al no disponer de suficientes conocimientos
técnicos y al tener enormes dificultades para controlar y detectar
el deterioro o el carácter defectuoso de un producto y, simultáneamente,
han desembocado en una amplia desprotección del derecho a la
salud pública frente a formas de ataque cada vez más
numerosas .
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II. BIEN JURÍDICO PROTEGIDO
Como he apuntado anteriormente, el Código penal incluye estos
delitos bajo la rúbrica general "delitos contra la salud
pública". Esta noción se alza, pues, como el eje
sobre el que gira el objeto de protección de las conductas
tipificadas y constituye, sin duda, un punto esencial para la interpretación
y determinación del alcance de los distintos tipos; la dificultad,
en cambio, reside en delimitar los imprecisos contornos del bien jurídico
salud pública debido quizás a su carácter colectivo
y a su naturaleza altamente espiritualizada. Pero, además,
la recíproca implicación entre "salud pública"
y "salud individual" introduce aún mayor complejidad
a la hora de perfilar nítidamente el ámbito de protección
así como las conductas que el legislador ha pretendido verdaderamente
incriminar.
Por "salud pública" se ha entendido, en sentido
amplio, el nivel de bienestar físico y psíquico que
afecta a la generalidad de los ciudadanos y, correlativamente, este
concepto incluye el conjunto de condiciones que posibilitan la salud
individual, con lo que se convierte en el presupuesto esencial para
el ejercicio de derechos y libertades de la persona; de ahí
que, aunque la noción de salud pública posea una plena
autonomía, no puede desvincularse de la noción de "salud
individual". Sin embargo, precisamente, este enfoque -coordinación
de un bien jurídico individual y un bien jurídico colectivo-
paga el coste de hacer perder a la "salud pública"
su genuino perfil y su función político-criminal.
En este sentido, la jurisprudencia ha reconocido que en estos preceptos
"no se tutela de modo inmediato la salud individual de un consumidor
concreto, sino la salud pública, que no hay que equiparar meramente
con la suma de las saludes individuales sino al conjunto de condiciones
positivas y negativas que garantizan la salud de los integrantes de
una comunidad" . Esto se vincula también con la idea de
que la salud pública es un bien jurídico indisponible,
en el que el consentimiento no es operativo .
De acuerdo con la historia más reciente, la salud pública,
en el sentido de colectiva, sólo mereció atención
jurídica a partir de los descubrimientos bactereológicos
encaminados a paliar endémicas situaciones epidémicas
que amenazaban de forma periódica a amplias capas de la población.
Desde entonces, cambia la óptica de análisis en este
campo y se transita de la idea de un derecho subjetivo a la salud
a la idea de un derecho social a la salud, de tal modo que, de forma
paulatina, el bien jurídico se va considerando como perteneciente
a la colectividad.
Ahora, la relación entre el bien individual y el colectivo
se articula por medio de la construcción de la teoría
de los bienes jurídicos intermedios; de acuerdo con ella, junto
a la tutela anticipada (por medio de delitos de peligro) del bien
jurídico directamente protegido -la salud pública- se
protege simultáneamente, pero de forma mediata, otro bien jurídico
-la salud individual (o incluso la vida)- de los consumidores. El
iter o secuencia en la que puede desarrollarse la acción prohibida
se traduce en una lesión para el bien colectivo salud pública
(v.gr. introducir en la cadena de distribución o comercialización
productos adulterados) que comporta un peligro para el bien jurídico
individual (v.gr. riesgo ante la posible adquisición o consumo
por un ciudadano particular). Esta es la razón por la que la
salud pública sería un bien jurídico complementario,
instrumental, una metáfora conceptual, si se quiere, encaminada
a proteger la salud individual; y para lograr dichas expectativas
preventivas el legislador adelanta las barreras de incriminación;
en consecuencia, el bien jurídico individual (salud o vida
de un consumidor) se encuentra protegido a un doble nivel: no sólo
frente a su efectiva lesión o frente a los intentos dirigidos
directamente a lesionarlo (cuyos casos se encuentran cubiertos por
las figuras delictivas tradicionales: homicidio, lesiones, estafas)
sino también frente a conductas que podrían llegar a
propiciar resultados dañosos para esos bienes de no ser por
esa protección anticipada (genuinos delitos contra la salud
pública respecto de riesgos derivados de determinados productos
nocivos). Así pues, el reconocimiento de bienes jurídicos
macrosociales refuerza la posición, la protección, del
bien jurídico individual frente a conductas peligrosas o formas
concretas de ataque para cuya tutela las figuras delictivas tradicionales
por sí solas no ofrecen una respuesta suficientemente eficaz.
Estas afirmaciones son trasladables también al delito de publicidad
engañosa, tipificado en el art. 282 CP que, después
de la modificación por Ley Orgánica de 15 de noviembre
de 2003 (en vigor desde el pasado día 1 de octubre de 2004),
dispone lo siguiente: "Serán castigados con la pena de
prisión de seis meses a un año o multa de doce a veinticuatro
meses los fabricantes o comerciantes que, en sus ofertas o publicidad
de productos o servicios, hagan alegaciones falsas o manifiesten características
inciertas sobre los mismos, de modo que puedan causar un perjuicio
grave y manifiesto a los consumidores, sin perjuicio de la pena que
corresponda aplicar por la comisión de otros delitos".
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III. ANÁLISIS GENERAL DE LAS FIGURAS
DELICTIVAS PARTICULARES
Resulta imprescindible en este contexto proceder a una aproximación
general a los aspectos más relevantes de la configuración
penal de los delitos de fraude alimentario nocivo, así como
a la especial incidencia que su estructura típica presenta
en las relaciones entre regulación penal y regulación
administrativa en este campo, significativamente, la condición
de "profesional" de los responsables, el concepto de "nocividad"
o el carácter "peligroso" de los comportamientos
prohibidos
Los delitos de fraude alimentario nocivo se encuentran incluidos en
los arts. 363 a 367 CP y pueden sistematizarse en dos grandes apartados,
atendiendo a las condiciones exigidas para poder ser sujetos activos,
hablándose en consecuencia de delitos especiales y delitos
comunes.
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1- Delitos especiales: art.
363 CP
1.1 El art. 363 CP castiga con pena de prisión de uno a cuatro
años, multa de seis a doce meses e inhabilitación especial
por tiempo de tres a seis años las conductas prohibidas llevadas
a cabo por los "productores, distribuidores o comerciantes",
de modo que alude necesariamente a la condición de "profesional"
del sujeto activo de estas infracciones ; se trata de personas que
desempeñan estos puestos no con un cáracter coyuntural
ni meramente eventual de elaborar, hacer un reparto o vender ocasionalmente
un producto. La razón por la que estos delitos se configuran
como figuras especiales se debe, principalmente, al hecho de que tales
profesionales tienen una gran capacidad para propagar posibles riesgos
a un extenso colectivo de destinatarios así como para incidir
con elevada intensidad o posición preponderante sobre el mercado.
El concepto de "productor" puede indentificarse con quien
lo sea de materias primas, productos agrícolas o ganaderos
o también el fabricante de productos terminados, aptos para
el consumo final. Por "distribuidor" deberemos entender
quien actúe en la cadena de acercamiento de productor a consumidor
o usuario hasta la fase inmediatamente anterior a la puesta a disposición
al uso o consumo final (por ejemplo, almacenistas o transportistas);
y, finalmente, el "comerciante" será el vendedor
profesional (no necesariamente coincidente con el sentido otorgado
por el Código de comercio) . Esta configuración permitirá
castigar, en su caso, la "omisión" de tales sujetos,
dada su posición de garantes (art. 11 CP) respecto de las condiciones
de los productos y la obligación de su retirada del mercado
en el caso de que adviertan defectos susceptibles de causar perjuicios
a los potenciales consumidores .
No se trata, por tanto, de un sujeto activo indeterminado; no todo
ciudadano -quien carezca de esa condición de profesional- podrá
ser sujeto activo; de ahí que un importante sector doctrinal
reclame para estos delitos alimentarios la sustitución de esta
fórmula a favor de crear un delito "común",
acudiendo, por ejemplo, al empleo de una expresión análoga
a la prevista en los arts. 359 y 360 CP que incriminan a "el
que sin hallarse debidamente autorizado", y a partir de aquí,
sería razonable contemplar una agravación en el caso
de que el sujeto activo del fraude alimentario nocivo fuera una persona
cualificada (cualquiera de los profesionales mencionados en el art.
363). Ello quizás contribuiría a salvar las dudas que
surgen respecto de aquellas personas que pueden generar riesgos similares
a los expresamente contemplados en estos preceptos, pero que no se
pueden integrar formalmente en las categorías de "productor,
distribuidor o comerciante"; este sería el caso de un
manipulador de alimentos o de otros sujetos que intervienen en la
cadena de acercamiento de los productos al consumidor final; sólo
si su condición profesional permite incluirlos dentro del denominado
"campo semántico" de aquellas tres nociones legales
indicadas, podrían obstentar la condición de sujetos
activos penalmente responsables.
Por su parte, la condición de sujetos pasivos, no presenta
particularidades, de modo que se indentifican con la categoría
de los consumidores y/o usuarios de productos, objetos y servicios.
1.2 Nos encontramos ante un delito de peligro -pues así ha
de interpretarse el tenor legal "que pongan en peligro la salud
de los consumidores"-, por lo que no se exige la causación
de una efectiva lesión. De producirse una lesión a la
integridad física o la muerte de uno o varios consumidores,
estaremos en presencia de un concurso ideal de delitos, a resolver
por las reglas previstas en el art. 77 CP.
Debe quedar claro que no se castiga la mera tenencia sino la oferta
en el mercado del producto nocivo. No es preciso que la oferta se
realice al consumidor final, sino que basta con que se haya irrumpido
en uno de los eslabones de la cadena productiva, industrial o de comercialización.
Algunos, como GARCÍA ALBERO, exigen un "inminente contacto
nocivo" entre la salud del consumidor y el objeto material que
incorpora el peligro -"resultado de peligro" .
La conducta prohibida, pues, consiste en "expender nocividad",
traducida en la puesta en peligro del bien jurídico colectivo;
esta modalidad típica puede revestir cualquiera de las distintas
modalidades alternativas expresamente tipificadas.
1- Ofrecimiento en el mercado de productos alimentarios con omisión
o alteración de los requisitos establecidos en las leyes o
reglamentos sobre caducidad o composición (norma penal en blanco
que obliga a tener en cuenta la legislación administrativa
vigente en este campo) . Se trata de comportamientos que enlazan un
eslabón con otro dentro de la cadena alimentaria de acercamiento
del producto al consumidor final, por ejemplo, productos depositados
en un almacén mayorista o en una tienda .
2- Fabricación o venta de bebidas o comestibles destinadas
al consumo público y nocivos para la salud. Una interpretación
correcta de este requisito exige que el sujeto conozca la nocividad
del producto, a pesar de que su fabricación o venta respete
formalmente la normativa administrativa; tal sería el supuesto
en el que, dados los importantes esfuerzos en investigación
de grandes multinacionales, después de realizar contrastados
análisis científicos bromatológicos o farmacológicos,
hubieran descubierto la dañosidad de tales productos, hasta
ahora, sin embargo, desconocida .
3- Traficar con géneros corrompidos. Normalmente, suele adjudicarse
a este número y al anterior el de alzarse como "tipos
de recogida", dado que permiten incluir prácticamente
todas las conductas imaginables.
4- Elaboración de productos de uso no autorizado, perjudicial
para la salud o comercio con ellos.
5- Ocultamiento o sustracción de efectos destinados a ser inutilizados
o desinfectados, para comerciar con ellos.
En consecuencia, en la realización de cualquiera de estas
conductas prohibidas deben de concurrir (1) la presencia del carácter
especial del sujeto activo sumado a (2) la nocividad del bien o producto
ofertado o puesto en circulación en la cadena de consumo y
(3) la correlativa causación de un peligro para la salud de
los consumidores . El grado de peligro dependerá de la modalidad
típica en la que nos encontremos; en este sentido, deberá
exigirse un peligro "hipotético o potencial" (conducta
apta o con capacidad de dañar efectivamente el bien jurídico
en el sentido que más adelante analizaremos) en casos de fabricación,
elaboración o la ocultación o tráfico de productos;
pero, dada su lejanía con el consumidor final es prácticamente
imposible exigir la presencia de un peligro "concreto" que,
sin embargo, sería más imaginable en el nº1 de
este precepto, relativo al "ofrecimiento en el mercado".
En el aspecto subjetivo, estamos ante conductas dolosas, que requieren
la presencia de conocimiento y voluntad tanto de los elementos de
la conducta como de la producción del resultado de peligro.
El sujeto deberá saber, tener conciencia, de los presupuestos
de la conducta en cada caso -la peligrosidad del producto- y aún
así ponerlo en el mercado con conocimiento de que entraña
riesgos para los consumidores. En principio, bastará la presencia
de dolo eventual: el sujeto "asume", "se conforma con",
o "no se muestra disconforme con" los posibles resultados
que eventualmente puedan causar sus productos nocivos. Este es el
criterio sustentado por la STS 23-4-92 en el conocido caso del aceite
de colza; ante la enorme dificultad de probar la concurrencia de dolo,
se ha procedido a normativizar o a suprimir el componente volitivo
del dolo, en el sentido de que basta el elemento cognitivo, esto es,
que actúa con dolo quien conociendo los hechos (la peligrosidad
de su conducta para la salud pública) -por ejemplo, traficar
con aceite desnaturalizado- no adopta las medidas necesarias para
detener el peligro y evitar la posibilidad de lesión (por ejemplo,
retirando tal producto nocivo).
El art. 367 CP, no obstante, también castiga la imprudencia
"grave" , esto es, aquella conducta que en la que "se
dejan de adoptar las previsiones que exige la más rudimentaria
y elemental cautela, si se elimina la atención más absoluta,
si se desdeñan los cuidados más elementales que la vida
de relación exige, o, como en el caso que nos ocupa, si el
funcionario, el profesional veterinario
, lesiona clamorosamente
la "lex artis" de su hacer, con su desidia, su incuria,
su negligencia, su abandono, su desatención, su impericia o
su desinterés" . Incluso, algunos autores como MUÑOZ
CONDE, entienden que cabe la imprudencia en la medida en que el sujeto
desconozca que los productos que elabora o con los que trafica ponen
en peligro la salud de los consumidores; naturalmente, en sede procesal,
el sujeto siempre afirmará desconocer la nocividad del producto
que fabricaba o comercializaba, pero tales declaraciones no serán
en principio creíbles, serán irrelevantes, cuando el
conocimiento que niega se refiere al que tiene como especialista en
la esfera en la que se desenvuelve su actividad profesional. Por ejemplo,
en el caso de la colza, el TS calificó de dolosas todas las
conductas de los implicados ya que era obvio que los acusados fabricantes
del aceite desnaturalizado sabían sobradamente que era venenoso
.
En cuanto a la penalidad, además de la pena de prisión,
multa e inhabilitación especial para profesión, oficio,
industria o comercio, el art. 366 CP contempla la posibilidad de aplicar
la clausura temporal hasta cinco años o, en casos extremos,
definitiva del establecimiento, fábrica, laboratorio o local.
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2- Delitos comunes: art. 364 y
365 CP.
Estamos ante figuras delictivas comunes cuyo sujeto activo puede ser
cualquier persona.
Las modalidades comisivas prohibidas se concretan en (1) la adulteración
de objetos o sustancias alimenticias en sentido amplio (art. 364-1
y 365) por medio de mezclas o inclusión de aditivos no autorizados
(vid. art. 4.31.01 Código Alimentario Español de 1967)
o envenenamiento de aguas o sustancias destinadas al consumo público;
y, por otro lado, castiga (2) conductas relacionadas con el empleo
de sustancias peligrosas para alimentar o engordar animales de abasto
y sus productos (art. 364-2). Se trata, por consiguiente, de conductas
"creadoras de nocividad".
Asimismo, estamos ante normas penales en blanco que remiten a la
normativa extrapenal . Como resulta sobradamente conocido, el recurso
a normas penales en blanco, en virtud de la complejidad de la vida
moderna, resulta inevitable; no obstante, merece una crítica
seria el mecanismo empleado por el legislador: remisiones "in
toto", globales, a normas de carácter estatal o autonómico
(reglamentaciones técnico-sanitarias, normas de calidad respecto
de los diversos productos, aspectos básicos en materia de producción,
objetos o sustancias), sin olvidar el creciente papel que cobran los
Reglamentos comunitarios directamente aplicables, así como
las Directivas vigentes en esta materia. Toda esta complicada y cambiante
red de disposiciones administrativas pone en cuestión el principio
de seguridad jurídica y el postulado de uniformidad e igualdad
ante la ley, dado que los distintos Reglamentos autonómicos
de desarrollo, por ejemplo, pueden tener contenidos distintos en materias
que son objeto de remisión por la ley penal (piénsese
en las diecisiete Comunidades Autónomas en España).
Y todo este clima de incertidumbre puede redundar en un perjuicio
no sólo para los consumidores sino también para los
productores y comerciantes. Por tanto, debemos reclamar esfuerzos
serios para conciliar estas diferencias de trato con las garantías
penales básicas. Como regla general, tales garantías
sólo quedarán salvaguardadas cuando las diferencias
de trato obedezcan a razones materiales objetivas, capaces de justificar
las distintas previsiones contenidas en las normas de relleno del
espacio penal en blanco; en este sentido, las normas penales en blanco
deben ser interpretadas en clave garantista y de integración
de los distintos sectores del ordenamiento jurídico (vid. Sentencias
del Tribunal Constitucional 122/1987 y 127/1990). Una primera lectura
de los arts. 363 y siguientes CP concluiría provisionalmente
que tales preceptos no cumplen con aquellos dictados constitucionales,
además del excesivo abuso de conceptos normativos, necesitados
de valoración y falta de correspondencia técnica con
las expresiones utilizadas en la normativa administrativa alimentaria
(y, básicamente, en el Código Alimentario Español
de 1967).
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3- EL REQUISITO COMÚN DE LA "NOCIVIDAD"
DEL PRODUCTO (EN SENTIDO AMPLIO)
3.1. Los delitos de fraude alimentario nocivo agrupan un heterogéneo
grupo de conductas -"expendedoras" (art. 363) o "creadoras"
(art. 364 y 365) de nocividad- cuyo común denominador reside
en recaer sobre sustancias, productos u objetos, entendidos en sentido
amplio, que por su inherente nocividad generan riesgos para la salud
o la vida de una pluralidad indeterminada de personas (así
puede desprenderse también de la lectura del art. 1.02.14,
del Código Alimentario Español de 1967, que contempla
un concepto amplio de alimento. Puede tratarse, en consecuencia, de
productos alimentarios en sentido estricto, carnes o comestibles,
géneros, productos y efectos, bebidas, aditivos, colorantes,
edulcoranes, especias, pero también puede afectar a productos
químicos y medicamentosos, recipientes, cosméticos,
jabones, artículos de limpieza, juguetes, detergentes, papel
pintado, embalajes, plásticos, etiquetas, etc., susceptibles
de causar peligro a la salud de los consumidores o a quienes los utilicen
o consuman por cualquier vía (ingestión, inhalación
o contacto). En consecuencia, el legislador opta por el empleo de
términos no específicos que permitan incluir cualquier
objeto o producto. Debido a esta amplitud y diversidad del ámbito
de protección legislativa en este campo, algunos autores entienden
que, en el fondo, se contempla una regulación de determinados
aspectos de lo que se viene denominando "responsabilidad por
productos defectuosos" en Derecho penal .
El concepto de "nocividad" presenta una gran dificultad
de concreción, pues está condicionado por una multiplicidad
variopinta de extremos que no hacen sino dotarle de cierto carácter
relativo; entre otros datos, un producto será nocivo dependiendo
de la cantidad utilizada o consumida, de su modo de empleo, de la
condición física del usuario o de las condiciones normales
del uso o consumo del objeto, lo que obliga a tomar en consideración
las circunstancias puntuales del caso concreto y a valorar las peculiariedades
propias del objeto .
Pero, naturalmente, con independencia de la concreción particularizada
en cada supuesto de los efectos que un producto haya podido causar,
ello no impide tratar de formular un concepto objetivo-general de
nocividad, susceptible de dar respuestas adecuadas y racionales a
la multiplicidad de hipótesis que puedan presentarse en la
realidad. En este sentido, se identifica como nocivo todo producto
que, consumido o usado en dosis normales, de modo habitual y por las
personas previsiblemente destinatarias del producto (público
en general, sólo adultos, diabéticos, alérgicos,
niños, etc.) cause efectos perjudiciales. En relación
a ello, habrá de precisarse cuál es el grado de nocividad
"normal", "adecuado" o estimado como "inevitable",
por parte del producto y, en consecuencia, "asumible", dentro
del marco de las condiciones generales que prescriben el uso y consumo
antes señalados. Estos problemas surgen, por ejemplo, en hipótesis
de concentración tóxica progresiva, originada por el
uso o consumo reiterado de cierto objeto que, sin embargo, en dosis
normales, no presenta una nocividad "relevante" en cada
acto aislado de consumo. La solución a estos supuestos necesita
del complemento de la normativa administrativa que establezca en cada
caso las dosis máximas toleradas. Por ejemplo, el RD 1377/1983,
de 16 de noviembre, de Reglamentación técnico-sanitaria
de aditivos, contiene listas para cada alimento, indicando las condiciones
y dosis máximas de empleo o consumo. Algo similar ocurre con
lo dispuesto en el RD 1275/2003, de 10 de octubre, relativo a los
complementos alimentarios. En este sentido, la existencia de una opinión
científica consolidada y la autorización administrativa
otorgada como resultado de un test de inocuidad suponen un importante
límite para la responsabilidad penal por el producto .
Como he señalado, la salud pública, como bien jurídico
penalmente tutelado en estos delitos, tiene un carácter indisponible,
en el que carece de relevancia el consentimiento del particular; sin
embargo, las "advertencias" sobre los efectos secundarios,
dosis o modos adecuados de empleo o edad y condiciones de los destinatarios,
pueden contribuir a la atipicidad de la conducta.
Pero el hecho de que nos movamos en un ámbito especialmente
sensible e importante para el conjunto de los ciudadanos -el interés
general en la salud pública- sumado al dato de que en determinadas
ocasiones, por la propia artificiosidad de la composición de
los productos y las imprevisibles consecuencias que pueden acarrear,
debido a la imposibilidad científica y/o técnica de
conocer la nocividad de un determinado producto, desaconseja la producción
o comercialización de objetos cuya nocividad no pueda ser descartada
con total seguridad. De este modo, se reorienta el clásico
principio "in dubio pro libertate", cuya lectura tradicional
se traduciría, en su caso, en una sentencia absolutoria cuando
existan dudas sobre la nocividad del producto. La justificación
para ello, si fuera necesario, reside en que en nuestra compleja sociedad
del riesgo la criminalización no implica solamente una restricción
de libertad, sino también una delimitación o distribución
del espacio de libertad comunitaria, pues el mantenimiento de una
zona de impunidad respecto de una determinada acción cuya falta
de peligrosidad o lesividad no se haya verificado aún (lo cual
resulta verdaderamente complicado a priori, desde luego mucho más
difícil que probar la dañosidad), entraña en
sí mismo el riesgo de que, en el marco de las modernas tendencias
expansivas del Derecho penal, se podría llegar a legitimar,
paradójicamente, la aplicación de la máxima contraria
"in dubio contra libertate", aún con el loable fin
de prevenir más intensamente la salud pública .
Necesariamente, por todo ello resulta dudoso que el concepto de nocividad
pueda hacerse depender del cáracter técnico o especialista
de un consumidor; este dato quizás sí pueda tener cierta
relevancia en el ámbito de los productos defectuosos en sentido
estricto. Hay que pensar que el consumidor parte del principio de
confianza, en virtud del cual espera y presume la autenticidad, la
falta de defectos o de nocividad alguna del bien o producto adquirido
o consumido .
Esto es lo que se ha denominado "seguridad esperada", como
criterio delimitador de los conceptos defecto, nocividad o peligrosidad,
de modo que el consumidor mantiene unas expectativas de fiabilidad
surgidas de un contrato, de la experiencia adquirida o de la confianza
que supuestamente aseguran las campañas publicitarias, porque
ello contribuye a proteger otros intereses como la vida, la salud
o el patrimonio .
3.2 En suma, la lectura de los preceptos penales referidas en las
páginas anteriores permiten interpretar que deben estar presentes
de modo alternativo cualquiera de las siguientes características:
nocividad, estado corrompido de los géneros, carácter
perjudicial de los productos de uso, el destino a la desinfección
o inutilización de los efectos, etc., siempre que la característica
peligrosidad inherente a ellos tenga capacidad de expansión
suficiente para poder menoscabar directa o indirectamente la intangibilidad
del bien jurídico salud pública, en los términos
en los que venimos hablando.
Las hipótesis de adulteración incluyen mezcla o adición
de aditivos u otros agentes no autorizados para aplicaciones alternativas
susceptibles de causar daños a la salud, de modo que debe acreditarse
no sólo la prohibición normativa sino también
su potencial peligrosidad, pues dado que si falta este último
dato no estaremos en la órbita penal, sino que, a lo sumo,
podría tratarse de una infracción administrativa en
la materia. Una variante a la adulteración es la del envenenamiento
contemplada en el art. 365 CP por la adición de sustancias
venenosas, microorganismos, virus, bacterias, parásitos u otros
componentes nocivos para causar, por su gravedad, daños penalmente
relevantes para todas las personas (nocividad absoluta) o para un
colectivo determinado, pongamos por caso, niños, enfermos o
alérgicos, (nocividad relativa).
Por su parte, la actuación artificial directa o indirecta sobre
animales de abasto, esto es, destinados a abastecer el consumo humano,
o sobre carnes, creando riesgos nocivos para la salud pública
se castiga penalmente en el art. 364-2 CP. En principio, sería
incomprensible excluir los pescados o mariscos, por su análoga
peligrosidad potencial a la de los productos cárnicos en sentido
estricto para provocar intoxicaciones.
Estos tipos han cobrado plena actualidad en nuestro país a
partir del escándalo causado por las reses vacunadas afectadas
por la encefalopatía espongiforme bovina, popularmente conocida
como el "mal de las vacas locas", transmisible a las personas
. Pero, naturalmente, estos preceptos deben interpretarse de acuerdo
con su sentido teleológico y tratando de respetar el principio
de subsidiariedad, para evitar el denostado proceso de administrativización
que actualmente experimenta el Derecho penal. De lo contrario, estaríamos
castigando puras desobediencias contravencionales, elevando indebidamente
una infracción administrativa a la categoría de delito,
en lo que sería una evidente extralimitación del ius
puniendi.
3.3 Debemos manejar siempre un Derecho penal subordinado y coordinado,
principalmente en lo que aquí nos interesa, al Derecho administrativo,
de tal manera que el instrumento penal únicamente deberá
hacer acto de aparición cuando resulte evidente el fracaso
del instrumento administrativo sancionador. Lamentablemente, en este
punto, se ha de poner de manifiesto que no siempre se observa la aludida
relación de coordinación, puesto que, de un lado, la
gravedad de las sanciones administrativas (que pueden llegar en algún
caso hasta los seiscientos mil euros (cien millones de pesetas), arts.
36 sgs. de la Ley 26/1984, General para la Defensa de Consumidores
y Usuarios) genera perversiones en el sistema sancionatorio global;
y ello se manifiesta en que, efectivamente, en algunos casos el sujeto
infractor puede llegar a preferir la vía de la sanción
penal frente a la administrativa y adaptar su conducta para eludir
ésta, que podrá resultar, al menos en algún caso,
mucho más grave. Se caricaturiza así el papel de ultima
ratio de la intervención penal. Al mismo tiempo, esta situación
puede entrañar también problemas con relación
al principio del non bis in idem , pues las infracciones alimentarias
no sólo se refieren a la lesión de los intereses patrimoniales
de los consumidores, sino también a la puesta en peligro de
la salud y ello puede derivar en un riesgo de duplicidad de sanciones
y otros efectos indeseados.
De acuerdo con ello, y en lo que nos ocupa ahora, la frontera distintiva
entre el injusto penal y el injusto administrativo debería
tomar como parámetro precisamente la nota de la "nocividad",
de acuerdo con la siguiente consideración general. La infracción
de leyes o reglamentos sobre caducidad, composición o estado
de productos alimenticios sólo será constitutiva de
delito en el caso de que implique un peligro para la salud (vida,
lesiones, etc.) o para los intereses patrimoniales de los consumidores
(conductas constitutivas de estafa, publicidad engañosa, competencia
desleal, etc.). En consecuencia, no será suficiente una infracción
formal de la normativa contenida, v.gr. RD 212/1992, de 6 de marzo
sobre normas de etiquetado, presentación y publicidad de productos
alimentarios, modificado por RD 930/1995, de 9 de junio, (por ejemplo,
consistente en la puesta a la venta de un producto caducado pero carente
de nocividad), que sin embargo no impliquen una conducta materialmente
antijurídica (este sería el caso de un producto caducado
y por estar realmente deteriorado o adulterado es peligroso o lesivo
para la salud de los consumidores) .
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4- LOS DELITOS DE FRAUDE ALIMENTARIO
NOCIVO COMO DELITOS DE PELIGRO
4.1 Los delitos de fraude alimentario nocivo se estructuran legislativamente
como delitos de peligro, constituyendo precisamente éste el
rasgo específico de los mismos. Esto no es sino una manifestación
más de la creciente expansión del moderno Derecho penal
a la tutela de bienes jurídicos colectivos que guardan íntima
relación con la manipulación de fuentes de riesgo en
el contexto de una sociedad fuertemente industrializada y tecnologizada;
para la protección de estos bienes macrosociales se recurre
-lamentablemente- a los delitos de peligro (abstracto) como técnica
de tipificación .
Dada la capacidad expansiva de las conductas amenazantes para la salud
colectiva, el legislador penal ha sentido, con razón, la necesidad
de reaccionar preventivamente, castigando ya las situaciones de peligro,
sin esperar a la producción efectiva de un menoscabo material
para el bien jurídico. Así pues, a estos efectos, el
peligro puede incidir en cualquiera de las fases relativas a la producción,
distribución en el tráfico mercantil o comercialización
hasta llegar al consumidor final, con independencia de que el producto
haya sido efectivamente consumido o no y haya o no provocado resultados
lesivos .
La puesta en peligro de la salud constituye el resultado típico,
ya prohibido, de estas figuras delictivas y, por tanto, la base sobre
la que asentar el juicio de desvaloración de los hechos que
las integran .
Pero el concepto de peligro presenta una notable dificultad de delimitación,
dado que encierra una inherente indefinición conceptual. La
corriente dominante apuesta por una concepción objetiva, al
sostener que peligro es la posibilidad objetiva de que ocurra un daño,
siendo previsible que un bien jurídico penalmente protegido
sufra una lesión; el grado de probabilidad necesario para convertir
el peligro en penalmente relevante ha de tener una entidad tal que
roce la certeza de una lesión . Quedarían prohibidas,
de este modo, aquellas conductas que presentan una capacidad potencialmente
lesiva, con aptitudes causales para producir una lesión. Por
ejemplo, la fabricación de un alimento comestible nocivo destinado
al consumo humano, o de la de un envase defectuoso que corrompe los
alimentos.
Sin embargo, el concepto de peligro ha de interpretarse en sentido
valorativo no simplemente descriptivo.
Pues bien, dicho esto, no existe, sin embargo, acuerdo doctrinal ni
jurisprudencial unánime en orden a la interpretación
del grado de peligro exigible en estos delitos.
4.2 Una posición dogmática que ha gozado de una amplia
acogida jurisprudencial, entiende los delitos de fraude alimentario
nocivo como "delitos de peligro abstracto"; en esta línea,
la Sentencia del Tribunal Supremo de 31-5-01, ratifica la condena
de la Sentencia de la Audiencia Provincial a 2 años de prisión
y 6 meses de multa de treinta euros diarios (cinco mil ptas.), a un
ganadero que administraba dosis de clembuterol a reses destinadas
al consumo humano. El TS fundamenta su fallo en torno a los siguientes
argumentos: "Estamos ante un supuesto de peligro abstracto que
consiste en suministrar sustancias prohibidas y peligrosas para la
salud de las personas"; pero, incluso después de reconocer
que "la falta del dato relativo a la concentración de
la sustancia es irrelevante (¡) para integrar el elemento requerido
por el tipo de "generar riesgos para la salud de las personas"
(art. 364-1º CP), declara, asumiendo los planteamientos de la
Audiencia, que "lo decisivo es el carácter peligroso de
la sustancia administrada y no el peligro real creado con ella para
la salud pública", de donde se llega a la conclusión
reiterada de que, siendo el art. 364 CP un tipo de peligro abstracto
no requiere la producción de un resultado concreto, pues, finalmente,
"el peligro abstracto no puede depender del peligro concreto
generado, sino de la realización de una acción peligrosa
en sí misma" .
Esta interpretación ciertamente resulta criticable desde varios
extremos.
En primer lugar, los delitos de peligro abstracto constituyen una
tutela, una protección, excesivamente anticipada puesto que
no se exige una efectiva o concreta puesta en peligro del bien jurídico
protegido, sino que la acción (formalmente) prohibida aún
se encuentra en una fase excesivamente alejada para desestabilizar
la intangibilidad de tal interés tutelado. Desde luego, la
importancia del bien jurídico protegido -en nuestro caso, la
salud pública- sí legitima una intervención punitiva,
recurriendo a la técnica de incriminación de delitos
de peligro que se vería más cuestionada, en cambio,
si se tratase de la protección penal de otros bienes jurídicos
no vitales como sería, por ejemplo, el patrimonio, cuya protección
por la vía de los delitos de peligro sería desde luego
siempre excepcional.
La naturaleza ciertamente evanescente de los intereses difusos, entre
los que se encuentra la salud pública, dificulta la comprobación
de su efectiva lesión o puesta en peligro; quizás por
ello el legislador apela al cómodo recurso de los delitos de
peligro abstracto, cuya consumación se perfecciona con la simple
realización de la conducta abstracta o generalmente prohibida
descrita en el tipo, de modo que no precisan la comprobación
ni realización de un concreto peligro para el interés
penalmente protegido. De ahí que estemos ante delitos calificados
también como de peligro presunto (presunción iuris et
de iure de la existencia de peligro), contrario al principio de culpabilidad.
En suma, no es defendible punir conductas cuya relevancia lesiva no
esté probada, castigándose comportamientos no claramente
dañinos o cuya capacidad lesiva no es suficientemente conocida
. De ello se desprende que vulneran el principio de ofensividad o
de lesividad, -uno de los baluartes sobre los que descansa el Derecho
penal contemporáneo- del que se deriva la exigencia de que
debe concurrir una antijuricidad material, no meramente formal.
En segundo lugar, los delitos de peligro abstracto repercuten negativamente
en perjuicio de la posición jurídica del reo; por un
lado, disminuyen las posibilidades de defensa puesto que no es preciso
probar la producción de un resultado de lesión o concreto
peligro, con lo cual se desvanece, como veremos, la cuestión
de la causalidad o potencialidad lesiva de la acción objetivamente
peligrosa para desestabilizar el bien jurídico, dado que el
tipo se limita a prohibir conductas meramente peligrosas, entendidas
como delitos de riesgo. Esta relajación en el nivel de exigencia
contribuye, en conclusión, a facilitar considerablemente la
imputación del delito, evitando los complicados problemas probatorios
que suelen presentarse en este ámbito acerca de la efectiva
existencia de una conducta realmente lesiva o peligrosa (este esquema
resultaría análogo a una suerte de "tentativa imprudente"
en atención a la importancia del bien jurídico que se
intenta proteger).
En tercer lugar, en esta misma línea argumentativa, los delitos
de peligro abstracto no respetan el principio de ultima ratio o intervención
mínima, admitido programáticamente sin discusión,
puesto que, en el fondo, las conductas incriminadas de este modo parten
de la presunción de la existencia de un peligro que, puede
no existir realmente, por lo que en realidad no superan en gravedad
a las meras desobediencias administrativas, dado que la infracción
formal de la prohibición (antijuricidad formal, por ejemplo,
ofrecer en el mercado productos alimentarios con omisión o
alteración de normas sobre caducidad o composición,
despachar al consumo público carnes o productos de animales
de abasto sin respetar los periodos de espera reglamentariamente previstos,
arts. 363-1 y 364-4 CP), encuentra suficiente protección en
el Derecho administrativo sancionador, de modo que la intervención
penal podría constituir una medida innecesaria y, por tanto,
desproporcionada respecto a la gravedad de una infracción (de
naturaleza sólo formal) .
4.3. Por todo ello, y conforme a las críticas expuestas, es
preciso reorientar esta situación en vía interpretativa
y superar la simple aproximación formal que presentan los delitos
de peligro abstracto, a través de la construcción de
la teoría de los delitos de peligro hipotético. De acuerdo
con este nuevo esquema, desarrollado magistralmente entre nosotros
por el Prof. TORÍO LÓPEZ en un trabajo publicado en
1981 , exige la comprobación no sólo de la peligrosidad
de la acción (desvalor real de la acción) sino también
de la posibilidad del resultado peligroso (desvalor potencial del
resultado). Este esquema, como resulta evidente, introduce mayor nivel
de exigencia al intérprete porque le obliga a constatar que
la acción emprendida, formalmente prohibida por el tipo, no
sólo haya introducido un riesgo abstracto, muy alejado o incluso
no idóneo para menoscabar el bien jurídico protegido,
sino que la conducta tenga capacidad potencial, comprobadamente peligrosa,
de manera que reunía las suficientes propiedades de aptitud
para que el peligro hubiera podido traducirse en un peligro real (no
meramente presunto) o en una efectiva lesión para el bien jurídico.
Sólo así se recupera el protagonismo que debe alcanzar
la dimensión de la antijuricidad material (peligrosidad efectiva
de la conducta para entrar en contacto con el interés tutelado)
.
Ello no implica que debamos comprobar su capacidad para poner en peligro
"concreto" determinados intereses jurídicos individuales,
puesto que, como opina MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ,
dado el enorme círculo de posibles destinatarios o afectados
(colectivo casi indeterminado de consumidores) no es político
criminalmente aconsejable esperar a la constatación de un peligro
excesivamente próximo a un bien jurídico .
La técnica de tipificación de estos delitos de peligro
hipotético o de "aptitud", como los califican otros
autores, neutraliza en alta medida las críticas vertidas contra
los delitos de peligro abstracto puro, dado que no permiten castigar
una acción cuya peligrosidad no haya sido previamente verificada
y, desde luego, rechazan cualquier relevancia a las meras presunciones
de peligro; están en plena coherencia con el principio de ultima
ratio del Derecho penal, de lesividad y de culpabilidad, y, por tanto,
no ponen en tensión el principio de proporcionalidad que relaciona
pena y gravedad objetiva del injusto.
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IV. CONCLUSIONES
1. A lo largo de las páginas anteriores he tratado de realizar
una aproximación general a los aspectos más interesantes
que presentan los delitos de fraude alimentario nocivo.
Como se ha visto, el tratamiento que otorga en nuevo Código
penal español a este ámbito obliga necesariamente a
tener siempre presente la regulación administrativa. En efecto,
la configuración de algunos tipos penales como "normas
penales en blanco" implica una constante remisión a la
legislación administrativa en este sector, de manera que, inequívocamente
también, la Ley 11/1998, de 5 de diciembre de defensa de los
consumidores y usuarios de Castilla y León se convierte en
elemento de complemento integrador indispensable para rellenar o perfilar
los espacios dejados en blanco, pongamos por caso, en los arts. 363
a 366 CP.
2. El bien jurídico protegido en estos delitos es la "salud
pública", entendida en sentido amplio como el nivel de
bienestar físico y psíquico que afecta a la generalidad
de los ciudadanos. Se vincula, así, a la idea de que la salud
pública es un bien jurídico indisponible y alcanza una
dimensión autónoma supraindividual, independientemente
de la protección que pueda merecer el bien jurídico
salud "individual". Pero ambas perspectivas -salud pública
y salud individual- se articulan en torno a la teoría de los
bienes jurídicos intermedios: al tutelar penalmente de forma
directa la salud pública se tutela de forma mediata también
la salud individual, por eso la salud pública se comporta como
un mecanismo de refuerzo complementario del bien salud individual.
3. Los delitos de fraude alimentario nocivo, contemplados en los
arts. 363 a 367 CP se sistematizan en dos grandes grupos: delitos
"especiales" (art. 363) que exigen la condición de
"profesional" del sujeto activo y delitos "comunes"
(art. 364-365) que pueden ser realizados por cualquier particular.
El art. 363 CP constituye un delito de peligro para la salud de los
consumidores consistente, básicamente, en "expender nocividad"
de alguna de las formas comisivas previstas en dicho precepto; no
se exige la causación efectiva de una lesión a un consumidor
concreto, pero todavía no constituye delito la mera tenencia
de productos nocivos que aún no han sido introducidos en la
cadena productiva o de comercialización.
Desde el punto de vista subjetivo, basta la concurrencia de dolo eventual.
Los arts. 364 y 365 CP castigan determinadas conductas "creadoras
de nocividad". Se configuran como "normas penales en blanco"
que necesitan del complemento en la legislación administrativa,
lo cual pone en tensión claramente el principio de legalidad.
4. Todos los delitos alimentarios tienen como denominador común
el requisito de la "nocividad" del producto, alimentos,
envases, cosméticos, artículos de limpieza, juguetes,
etc., susceptibles de causar un peligro a la salud de los consumidores
por cualquier via (ingestión, inhalación o contacto).
El concepto de nocividad presenta un cierto relativismo, en función
de la cantidad o dosis consumidas, modo de empleo, condición
física del sujeto, etc., sumado al dato de que normalmente
el consumidor actúa de acuerdo al principio de confianza conforme
a lo que se denomina "seguridad esperada" en la ausencia
de nocividad o defecto del producto.
Precisamente, la nocividad es el elemento clave para articular una
intervención penal subsidiaria con respecto a la intervención
prioritaria del Derecho administrativo: sólo si el producto
es nocivo para la salud de los consumidores el caso podrá ser
calificado como delito, no así cuando se trata de meras infracciones
sobre normas de caducidad, composición o etiquetado que no
entrañen peligro para la salud (a salvo que causen perjuicios
patrimoniales a los consumidores constitutivos de delito de estafa,
publicidad engañosa, competencia desleal, etc.).
5. Los delitos de fraude alimentario nocivo se estructuran legislativamente
como delitos de peligro (al igual que el delito de publicidad engañosa).
Se trata de una anticipación de las barreras de incriminación
sin esperar a la producción efectiva de un menoscabo material
del bien jurídico. Para delimitar el alcance de estos delitos,
deberemos entender que sólo merecen sanción penal aquellas
conductas que presenten capacidad potencialmente lesiva para producir
una lesión. En consecuencia, se ha de tratar de reconducir
la interpretación jurisprudencial que considera algunas de
estas figuras incriminadas como delitos de peligro "abstracto"
a favor de su comprensión como delitos de peligro "hipotético".
He procedido a criticar a los delitos de peligro abstracto porque
en numerosas ocasiones no menoscaban de ningún modo la intangibilidad
del bien jurídico protegido y, por ello, no respetan la exigencia
de lesividad y de antijuricidad material del hecho, con lo que, en
el fondo, se confunden con las meras desobediencias administrativas;
al mismo tiempo, permiten castigar simples presunciones de peligro
con lo que supone de atentado al principio de culpabilidad y de presunción
de inocencia, así como empeoran la posible defensa del reo,
facilitando enormemente la imputación del delito, dado que
se relajan totalmente las exigencias probatorias.
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SEGUNDA PARTE:
PROBLEMAS EN TORNO A LA RESPONSABILIDAD PENAL POR EL PRODUCTO
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I- PLANTEAMIENTO
El moderno Derecho penal contemporáneo se enfrenta a los importantes
y novedosos desafíos que rodean a las sociedades salpicadas
intermitentemente de riesgos antes desconocidos, para cuya prevención
o neutralización las estructuras dogmáticas clásicas
no son consideradas por algunos suficientemente eficaces.
Los procesos globalizados a nivel transnacional de fabricación
y comercialización de productos, bienes o servicios, unidos
a un sofisticado nivel tecnológico introducen una complejidad
añadida en orden a la exigencia o asunción de responsabilidad
penal, no sólo con relación a las personas o grupos
de personas, sino también con respecto a las causas concretas
que han provocado los perjuicios que, muy frecuentemente y dicho sea
de paso, no son reconducibles a un único factor causal determinante
del resultado sino a un conjunto de variables o relaciones causales
múltiples jurídicamente relevantes, con un alto grado
de disolución, fungibilidad o dificultad de individualización
o, lo que es peor aún, de imposibilidad de constatación
empírico-científica definitiva sin que, por otra parte,
pueda encontrarse la existencia de un consenso unánime entre
los expertos en determinar la verdadera causa del resultado; por ejemplo,
en la fase de investigación, producción, embalaje, distribución,
conservación, retirada del producto, etc.
Se hace, pues, complicado individualizar la imputación del
resultado y, correlativamente, la responsabilidad penal pues, además,
muchos de estos procesos se desarrollan en el contexto empresarial
y, como es sabido, rige el principio societas delinquere non potest;
en este sentido, es creciente el protagonismo experimentado por la
empresa en detrimento del que ocupaba tradicionalmente el empresario
individual y esta evolución se ha intensificado más
aún en el marco de las relaciones económico-jurídicas
de la Unión Europea .
Los antecedentes de lo que estamos indicando nos remiten al caso
Contergan, resuelto el 18-12-70 por el Tribunal de Aquisgrán
, al que sigue el caso del spray para calzados y piel (Lederspray)
con setencia del Tribunal Federal Alemán el 6-7-90, que provocó
lesiones respiratorias, tos, fiebre y edemas pulmonares en los usuarios
por las que se condenó a los miembros del órgano de
administración de la sociedad en la que los administradores
acordaron unánimemente que continuara la fabricación
y comercialización de dicho spray, pese a que habían
recibido información suficiente sobre su peligrosidad. También
puede mencionarse el caso del barniz protector de la madera (Holzschutzmittel)
de 2-8-95 de contenido tóxico que, al parecer, causó
graves lesiones a quienes inhalaban los gases emanados del mismo.
En nuestro país, estos problemas comienzan a preocupar seriamente
a todos los niveles a partir de las consecuencias del caso de la colza,
que concluyó en la STS de 23-4-92.
En definitiva, la experiencia de la praxis de los Tribunales de Justicia
se enfrenta con una serie de dificultades que, siguiendo a ÍÑIGO
CORROZA, podemos sintetizar en las siguientes:
1ª La prueba de la relación de causalidad (ontológica)
entre el uso o consumo de un producto y los consiguientes daños
a la salud o a la vida de los usuarios y consumidores. La respuesta
a este interrogante debería ser aportada por los dictámenes
de los expertos científicos (médicos, químicos,
biólogos); pero, en ocasiones, existen discrepancias entre
la doctrina científica especializada en la explicación
de un suceso .
2ª La comprobación de la existencia de acciones u omisiones
que causaron la nocividad o defecto del producto y de si las mismas
eran contrarias a alguna norma de cuidado establecida. Esto requiere
comprobar la existencia de que los múltiples perjudicados presentan
un cuadro clínico semejante debido al consumo de un mismo producto.
3ª La determinación de la responsabilidad penal dentro
de la empresa, qué operador es el encargado de cada una de
las fases, desde la producción hasta la venta del producto.
4ª La individualización de la imputación subjetiva,
en su caso, de los distintos resultados.
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II- REFLEXIONES EN TORNO A LA EXIGENCIA
DE RESPONSABILIDAD PENAL INDIVIDUAL Y EN EL MARCO EMPRESARIAL
Las reflexiones anticipadas en las páginas precedentes son
las que obligan precisamente a deslindar más sutilmente las
competencias de cada uno de los intervinientes o responsables de cada
uno de los eslabones de la compleja cadena de producción y
comercialización, pero, y esto es lo más difícil,
conforme a los principios clásicos de imputación jurídico-penal
trasladados al ámbito o estructura empresarial: responsabilidad
penal individual y respeto al principio de culpabilidad (que concilian
mal con la tendencia a la orientación hacia el vértice
de la pirámide empresarial, tratando de exigir exclusivamente
la responsabilidad penal sobre la cabeza del empresario) . Ante esta
realidad, a los ojos de la opinión pública y de los
consumidores, es la empresa la que aparece como responsable de la
criminalidad económica y empresarial, en su condición
de fabricante o distribuidora de bienes y servicios, con lo cual se
va generando de modo más o menos perceptible una presión
que empuja a la idea de que la empresa es finalmente la fuente de
la que emanan los diversos peligros o perjuicios causados para los
intereses difusos de la sociedad en general o de los potenciales consumidores
y, por ello, los esfuerzos jurídicos se encaminan a descubrir
la persona titular o representante de la persona jurídica para
tratar de castigar penalmente a la corporación, aunque sea
por vía indirecta, a través del castigo penal a sus
órganos directivos. Ello resulta lógico si tenemos en
cuenta la débil posición que ocupa el consumidor individual,
para quien será enormemente complicado, por no decir imposible,
que se dirija contra una persona concreta para exigir responsabilidad;
puesto que los productos se han puesto en circulación en cantidades
masivas y por medio de múltiples y diferentes canales de distribución,
el consumidor se sentirá indefenso desde el momento en que
no esté en condiciones de individualizar al responsable del
producto nocivo o defectuoso que, cada vez con más profusión,
suele ser una corporación empresarial. Llegado a este punto,
espera del Derecho penal una eficaz protección.
La jurisprudencia trata de individualizar la responsabilidad penal
en relación al concreto ámbito competencial o de responsabilidad
asumido por cada interviniente en la cadena de producción o
comercialización, en atención a lo que le ha sido encomendado
y a lo que le sea jurídicamente exigible. Por ello, en principio,
la responsabilidad recae sobre quienes obstentan puestos de dirección
o capacidad autónoma de decisión, así como sobre
quienes omiten la conducta debida por estar situados en una esfera
de garantía en evitación de resultados lesivos (por
ejemplo, quien ha introducido en el mercado un producto peligroso
o nocivo tiene el deber jurídico de retirarlo, le han sido
devueltos varios productos, o ha recibido quejas, lo cual le exige
la obligación de revisar o comprobar las propiedades del mismo)
o de cumplir con su obligación de cuidado de acuerdo con los
parámetros exigidos en el ámbito de la imprudencia (por
ejemplo, las advertencias sobre uso y efectos secundarios contenidas
en el prospecto medicamentoso, productos de limpieza con componentes
tóxicos) ; en definitiva, siempre que no se superen los límites
del riesgo permitido no cabrá imputar penalmente posibles resultados
lesivos (no responde del uso incorrecto por el consumidor, ni tampoco
de faltas de observación de riesgos inesperados). En cualquier
caso, la jurisprudencia amplía considerablemente la posición
de garante en orden a la exigencia de responsabilidades por encontrarse
en un nivel de decisión o de poder de actuación, de
modo que una delegación de responsable de la empresa a otros
socios o subordinados, no le exonera, en su caso, de responsabilidad
penal en grado de autoría y no de simple complicidad.
Pero esta tendencia de exigencia de responsabilidades penales a la
cúpula directiva (y no a los empleados) por su actuación
dentro de una organización, conduce en parte a un relativo
abandono del enfoque tradicional orientado a los comportamientos más
cercanos al hecho (modo de análisis natural), a un método
de análisis normativo, en el que el grado de responsabilidad
se determina a partir del poder de decisión, con lo cual alcanzan
mejor trato los ejecutores materiales inmediatos del hecho que los
organizadores o quienes están en una posición de dominio
.
Otra cuestión no resuelta pacíficamente y de importantes
consecuencias es la que rodea el caso de si una decisión administrativa
que autoriza la fabricación o comercialización de un
producto o que declara su inocuidad, se convierte en elemento suficiente
para exonerar de posibles responsabilidades penales al productor,
ya sea excluyendo la tipicidad, ya porque todavía no ha superado
el umbral del riesgo permitido o se considera como una causa de justificación.
La única limitación, patrocinada por algunos autores,
es la imposibilidad de excluir la responsabilidad penal del productor
si existían dudas razonables sobre la alta probabilidad de
que el producto fuera nocivo, de modo que los daños causados
podían conocerse en el momento de la concesión administrativa
pero no fueron detectados, pues de haber sido así, no se hubiera
autorizado administrativamente la fabricación o comercialización
del producto. En estos casos, no habría en principio obstáculo
alguno, conforme a criterios dogmáticos generales, para apreciar
dolo eventual en la actuación del productor o comerciante que
sospechaba de la peligrosidad de un producto, a salvo que el caso
permita reconducirse al ámbito de la imprudencia si confiaba
en la inocuidad del producto. Pero, ciertamente, resulta una tarea
complicada la concreción de los deberes del productor; la Audiencia
Provincial alemana de Aquisgrán, en el caso Contergan, resuelto
en 1971, entendió que el productor estaba obligado a tomar
medidas efectivas, por ejemplo, parar la producción o retirar
el producto, sin esperar a que se demostrara su peligrosidad sino
ya cuando los efectos lesivos de su uso "son de temer de acuerdo
con una sospecha fundada", de manera que, según esta resolución
judicial, es el propio productor quien tiene la obligación
de "examinar en profundidad en cada caso", con "especial
consideración a los intereses dignos de protección de
los usuarios
cuando la sospecha existente sobre su producto
le obliga a tomar medidas de protección". Y, al mismo
tiempo, también resulta enormemente difícil determinar
cómo han de articularse en concreto tales medidas de protección;
desde luego, si existen informes científicos que desprenden
la posible nocividad o peligrosidad de un producto, este es un punto
de partida evidente del que pueden emanar deberes específicos
para el productor . Entre otras medidas, podrían resultar ciertamente
eficaces, la advertencia mediante comunicación individualizada
a los adquirentes del producto si es que se conocen o es posible individualizarlos
de algún modo, la inserción de la advertencia en los
medios de comunicación, medidas de reparación del defecto
o de la nocividad o de la sustitución por otros objetos .
Correlativamente, en principio, no se exige responsabilidad a los
trabajadores o empleados de la empresa.
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III- PROBLEMAS DE CAUSALIDAD E IMPUTACIÓN
OBJETIVA DEL RESULTADO
Como ha sido apuntado, la comprobación de la relación
de causalidad entre la acción prohibida y el perjuicio provocado
entraña notables dificultades en el ámbito que nos ocupa
(caso Contergan, Lederspray, Holzschutzmittel, colza, ahora también
respecto de alimentos transgénicos). Tradicionalmente, los
casos de muertes o lesiones provocadas por un producto nocivo o defectuoso
eran reconducidos a las teorías dogmáticas de la causalidad
-conditio sine qua non, adecuación, relevancia típica,
etc.-. En tiempos relativamente recientes, de acuerdo con la moderna
teoría de la imputación objetiva, se ha observado, en
cambio, una clara reorientación metodológica que se
deriva de la distinción entre dos niveles de enjuiciamiento;
por un lado, la quaestio facti -comprobación de la existencia
de un "nexo causal", físico, material, natural, entre
la acción y el resultado; y, por otro lado, la quaestio iuris,
de contenido altamente normativo, y que denominamos "imputación
objetiva", que exige la presencia de una acción objetivamente
peligrosa ex ante, penalmente prohibida por generar un riesgo jurídicamente
desaprobado que se ha traducido en un resultado subsumible en el ámbito
de protección de la norma, esto es, en uno de aquellos resultados
lesivos que axiológicamente están de acuerdo con el
sentido teleológico de los que el tipo penal pretendía
incriminar.
En muchos de los casos más representativos que han llegado
al conocimiento de los Tribunales de justicia, no se ha podido determinar
"científicamente", de modo incontrovertible, cuál
ha sido el factor causal definitivo causante de la producción
de los resultados lesivos o de los peligros acaecidos para la salud
pública.
Ante esta situación, la jurisprudencia ha optado por la construcción
de un concepto de causa y de relación de causalidad distinta
de la noción vigente en el ámbito de las Ciencias empíricas
o naturales. En este sentido, el enjuiciamiento de un caso, por ejemplo,
el aceite de colza desnaturalizado, no requiere necesariamente de
una ley universal que aporte una certeza científica de carácter
matemático. En lugar de ello, se opta por una relajación,
por una "trivialización" en palabras de VOGEL , en
las (ahora escasas) exigencias probatorias y se consideran suficientes
criterios indiciarios, tales como la existencia de un curso causal
(aún no verificable empíricamente) y de la inexistencia
de otras alternativas causales razonables causantes del resultado
, de modo que, en base a todo ello, el juez llega a una convicción
subjetiva de que realmente existió causalidad penalmente relevante.
Ello no impide, por supuesto, que se reconozca como causalmente relevante
un determinado factor o agente desencadenante en concurrencia con
otros factores o riesgos (por ejemplo, padecer alguna enfermedad grave).
Los Tribunales alemanes (con relación a los casos antes mencionados)
y el propio Tribunal Supremo español, acogiéndose a
estos planteamientos, han argumentado sus decisiones en base a una
serie de consideraciones que paso a sintetizar.
a) El juez penal no está absolutamente condicionado a los resultados
científicos arrojados con respecto a la relación de
causalidad.
b) De acuerdo con el principio de libre valoración de la prueba,
puede apoyar su decisión en planteamientos científicos
controvertidos que no gocen de la aceptación dominante entre
la doctrina especialista en ese campo .
c) No es imprescindible que el juez haya llegado a un grado de certeza
absoluta sobre la prueba de causalidad, sino que es suficiente que
no exista duda razonable sobre este extremo.
d) Finalmente, y de acuerdo con los criterios anteriores, basta que
el juez llegue a la convicción personal (teoría de la
apreciación subjetiva) de que existió realmente una
relación de causalidad siempre que pueda fundamentarla en argumentos
científicos contrastados de algún modo, de acuerdo con
los principios de la experiencia, a través de peritajes empíricos
o pruebas indiciarias y, muy significativamente en este aspecto, por
ejemplo, en base a leyes o datos estadísticos o epidemiológicos
(o, en como indicio en sentido negativo, que desaparezcan nuevos resultados
cuando el producto ha sido retirado del mercado, dato que evita, quizás,
que el juez apoye su decisión sólo en la mera probabilidad).
Pues bien, todo ello, como vengo diciendo, paga el coste de degradar
el protagonismo que merece la causalidad hasta convertirla en un asunto
de carácter meramente procesal que se soluciona de acuerdo
con el principio de la libre valoración de la prueba por parte
del juez (convicción subjetiva); al mismo tiempo, en los casos
denominados por el Prof. TORÍO LÓPEZ de "cursos
causales no verificables" conforme a ninguna ley científica,
entonces, el intérprete puede dar entrada a la aplicación
de leyes estadísticas y sustituir la noción de "causalidad"
por la información "estadística" proporcionada,
v.gr. una intoxicación masiva de consumidores que han tomado
el mismo producto. El conocimiento del concreto proceso causal resulta
irrelevante a efectos penales si se constata una correlación
fáctica entre el producto y las lesiones y se excluye cualquier
otro factor alternativo como causa posible de éstas. La causalidad
se busca en base a datos epidemiológicos o estadísticos
entre, por ejemplo, el consumo de aceite adulterado y la presencia
de problemas de salud.
Este fue el criterio adoptado por la STS de 23-4-92 (que reproduce
las consideraciones de la Sentencia de la Audiencia Nacional de 20-5-89);
en base a estudios epidemiológicos, deduce "la asociación
causal entre el consumo de aceites refinados y el síndrome
tóxico", a pesar de reconocer que no se ha podido probar
el concreto agente causal por "imposibilidad de identificación
de la molécula de significación toxicológica
y de la reproducción experimental del fenómeno"
.
De acuerdo con lo expresado, ante las enormes dificultades probatorias
que presentan estas relaciones causales complejas para conocer qué
es lo que realmente ocurrió y cuál fue finalmente el
factor codeterminante de los resultados, y con el objetivo de llegar
a una solución justa y evitar, al mismo tiempo, una sentencia
absolutoria que produciría una enorme conmoción entre
la opinión pública, con el consiguiente desprestigio
del Derecho, se adopta una perspectiva pragmática que proporcione
tranquilidad en la población; para ello, se abandona el concepto
de verdad, de certeza causal científica, por el de alta probabilidad
en base a datos extrínsecos a la propia acción, apoyados
en puras estadísticas (se acepta como plenamente probado y
cierto aquello que quizás tan sólo es probable).
Pero, además, no hay que olvidar que todo ello redunda en detrimento
de la posición garantista del acusado ya que puede suponer
una inversión de la carga de la prueba en perjuicio del reo
y, por tanto, una vulneración del principio de presunción
de inocencia .
Todo este proceso de relajación y flexibilización probatoria
redunda finalmente en una jurisprudencia que no puede decirse que
sea segura y calculable. Finalmente, podemos apuntar que contribuye
a desestabilizar los pilares sobre los que se sustenta la moderna
teoría de la imputación objetiva, al oscurecer la deseable
distinción entre el plano fáctico (quaestio facti, causalidad,
que queda diluida en este proceder judicial expuesto) y el plano normativo
(quaestio iuris, imputación, que monopoliza todo el proceso
de decisión, alzándose como criterio supletorio de una
causalidad no plenamente probada).
Otros problemas específicos en materia de causalidad
En determinados casos se habla de "delitos por acumulación",
cuando se comprueba la existencia de riesgos que sólo por acumulación
se castigan pero que, sin embargo, aisladamente, enjuiciados uno a
uno, carecerían de virtualidad lesiva, por no entrañar
en sí mismos suficiente peligro para merecer ser penalmente
incriminados, de tal modo que se castigan teniendo en cuenta múltiples
conductas ajenas similares encaminadas en la misma dirección,
que quizás sólo por esa concurrencia podrían
eventualmente producir el peligro o el daño (riesgos acumulados
por ejemplo por el consumo de tabaco en un recinto, en materia medioambiental,
etc.). La mayor objeción al castigo de estos casos apunta por
una vulneración del principio de culpabilidad, porque se fundamenta
la sanción "ex iniuria tertii"; además, pierde
relevancia la cuestión de la causalidad y es dudoso que se
cumplan los criterios de imputación objetiva, dado que faltará
la peligrosidad objetiva ex ante de la conducta y la lesión
a un bien jurídico reconducible a la acción de un sujeto
concreto y se opta en cambio de por otorgar relevancia a datos estadísticos
y a utilizar criterios de elevación del riesgo. Este criterio
de la "causalidad cumulativa" ha sido adoptado en alguna
resolución jurisprudencial alemana, en el ámbito de
la responsabilidad por el producto, según la cual, el producto
no tiene por qué ser la única causa del resultado sino
que basta con que haya reforzado su aparición a través
de un efecto de acumulación o de adicción, de modo que
contribuye a adelantarlo temporalmente, aunque sea de un modo insignificante
.
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IV- CONCLUSIONES
1. Los nuevos riesgos introducidos en las sociedades contemporáneas
se han traducido, lamentablemente, en fenomenologías criminales
antes desconocidas que se caracterizan por su gran complejidad, por
la utilización de modernas tecnologías que dificultan
enormemente el esclarecimiento de los hechos y los factores causales
desencadenantes de los resultados lesivos; al mismo tiempo, la estructuración
en compactas redes criminales cuyos miembros tratan de ocultar su
responsabilidad en el contexto de personas jurídicas, hacen
muy difícil depurar o deslindar las concretas responsabilidades
penales exigibles a cada uno de los implicados en los hechos, a cada
interviniente en la cadena de producción o de toma de decisiones;
y todo ello, en numerosas ocasiones, contextualizado a nivel internacional,
lo que entorpece aún más el descubrimiento de las distintas
infracciones y la lucha contra la delincuencia en general.
En consecuencia, la dogmática penal, la legislación
y la praxis jurisprudencial se enfrentan a desafíos importantes
que, supuestamente, ponen en cuestión la eficacia o la utilidad
de los mecanismos tradicionales de represión del delito.
2.En el ámbito que nos ocupa, la tutela penal de la salud
de los consumidores, se ha extendido imperceptiblemente una práctica
generalizada que apuesta por la exigencia de responsabilidad penal
a la empresa como fuente de la que emanan los diversos perjuicios
acaecidos y, dentro de ella, a la cúpula directiva y no a los
empleados. Se abandona, peligrosamente así, el enfoque tradicional
-natural- que se orientaba al enjuiciamiento los comportamientos más
cercanos al hecho, a favor de un enfoque normativo que determina el
grado de responsabilidad en función del poder de dominio o
capacidad autónoma para tomar decisiones, o de cumplir con
su obligación de cuidado, retirando el producto nocivo o defectuoso.
La autorización administrativa para producir o comercializar
un producto no exonera por si sóla de todas las posibles responsabilidades
penales que se pudieran derivar si se detecta que ha superado el umbral
del riesgo permitido o si el profesional conocía o tenía
dudas razonables sobre la elevada nocividad o carácter defectuoso
de los productos. Si sospechaba de la peligrosidad del producto cabrá
imputar dolo eventual, salvo que se pueda reconducir al ámbito
de la imprudencia si confiaba en su inocuidad.
3. No obstante, resulta difícil concretar los deberes del
productor y delimitar su esfera de garante así como la adopción
de aquellas medidas necesarias para prevenir o evitar los perjuicios,
en un momento, quizás en el que aún no se haya demostrado
realmente la peligrosidad del producto. Habrá que tener en
cuenta el grado de sospecha, los intereses en juego, los bienes jurídicos
que hipotéticamente pueden verse en peligro, la existencia
o no de informes científicos, las necesarias advertencias,
el alcance del deber de retirada del producto, etc.
4. La comprobación de la relación de causalidad entre
la nocividad o el carácter defectuoso del producto y los resultados
producidos resulta particularmente complicada en este ámbito.
De acuerdo con la moderna teoría de la imputación objetiva
habrá de concurrir una acción objetivamente peligrosa
ex ante, jurídico penalmente prohibida y que genere un riesgo
desaprobado por el ordenamiento jurídico, que se haya traducido
en un resultado lesivo que irrumpa axiológicamente en el ámbito
de protección de la norma, es decir, que sea uno de aquellos
perjuicios que, de acuerdo con el sentido teleológico del tipo
penal, éste haya pretendido incriminar.
Ante las dificultades que presenta la individualización, a
nivel científico o empírico, de la causa determinante
del resultado (por ejemplo, en el caso de la colza) la jurisprudencia
ha optado por relajar las exigencias y, conforme lo expuesto en los
apartados anteriores, sustituir la comprobación causal por
criterios estadísticos, epidemiológicos (por ejemplo,
asociación causal entre el consumo de aceite de colza y el
síndrome tóxico), que permitan al juez llegar a la convicción
subjetiva de que un determinado factor ha sido el causante de los
resultados, comprobando la inexistencia de otras posibles causas alternativas.
De este modo, se opta indebidamente, por razones pragmáticas,
por convertir la decisiva cuestión de la causalidad en un asunto
de carácter meramente procesal. Y todo ello, redunda en un
perjuicio de la posición garantista del acusado ya que puede
llegar a constituir una inversión de la carga de la prueba
en perjuicio del reo.
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TERCERA PARTE: EL CONSUMIDOR COMO SUJETO
PASIVO Y LA RESPONSABILIDAD CIVIL DERIVADA DE DELITO
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I- CONSIDERACIONES GENERALES:
EL CONCEPTO DE SUJETO PASIVO
Tradicionalmente, la dogmática penal ha prestado atención
preferente al autor del delito, al delincuente, analizando problemas
de inimputabilidad, su resocialización, articulación
de un cuadro penal garantista, etc. Desde hace apenas unas décadas,
sin embargo, ha cobrado especial interés la posición
jurídica del sujeto pasivo, perjudicado o la víctima
del delito, hasta el punto de la emergencia de una rama criminológica
llamada Victimología, que se ocupa de agrupar y sistematizar
el saber empírico que afecta a la víctima del delito,
las causas por las que unos individuos tienen más posibilidades
de llegar a ser víctimas de delitos, cuestiones de reparación
de daños, encuestas de victimización útiles para
el conocimiento real de los índices de criminalidad, del grado
de eficacia del sistema penal, distintas alternativas para la prevención
de delitos, etc. Asimismo, tal preocupación se ha manifestado
en los últimos años en el renacimiento experimentado
por el "pensamiento de la reparación" (Wiedergutmachung)
que pretende alzarse como una tercera vía intermedia o alternativa
a las penas criminales clásicas; al mismo tiempo, esta tendencia
se evidencia en la promulgación de diversas leyes de ayuda
económica estatal a las víctimas de delitos cuando los
responsables son insolventes o no han sido descubiertos .
El Derecho penal distingue los conceptos de sujeto pasivo y perjudicado.
Las acepciones sujeto pasivo, víctima o agraviado se refieren
al titular del bien jurídico ofendido por el delito; en cambio,
perjudicado es quien sufre el daño (material o moral) irrogado
por el delito; normalmente, pero no siempre, víctima y perjudicado,
pueden coincidir en una misma persona. En los delitos contra la salud
pública los sujetos pasivos son los potenciales consumidores,
la sociedad en general.
El concepto de víctima debe ser matizado restrictivamente en
el Derecho penal respecto de su sentido terminológico vulgar.
El lenguaje técnico jurídico-penal identifica a la víctima,
"a quien ha sufrido un mal de forma injusta por otra persona
quien ha sido víctima de un delito" . Pero en el
Derecho penal también "hay delitos sin víctimas
o con víctimas diluidas en toda la sociedad, que es, en última
instancia, la que, como un todo, sufre las consecuencias negativas
del delito", como se encargan de recordar HASSEMER y MUÑOZ
CONDE. Este es el caso de los delitos de peligro contra la salud pública.
En estos casos de víctimas difusas, la imagen de la víctima
es muy distinta a la tradicional y puede surgir la duda de quién
puede considerarse víctima indemnizable del conjunto total
de víctimas reales; en principio, lo sería sólo
aquella que ha sufrido una lesión, dado que la reclamación
de daños debe descansar sobre la prueba de la relación
causal entre la acción prohibida y el perjuicio provocado .
En estos casos de delitos que no generan un daño individualizado,
cuantificable en términos concretos, a los consumidores y usuarios
puede que no haya necesidad de ejercitar una acción civil de
reclamación de daños en el correspondiente proceso penal
o bien la acción admisible tendrá un contenido de naturaleza
abstracta o genérica, traducido en la exigencia de cesaciones
del perjuicio, retractaciones, retiradas de productos en el mercado,
publicación de la sentencia en medios de comunicación,
etc .
De ahí que, normalmente, en Derecho penal cuando se habla de
víctima se hace en referencia de una persona individualizada
que ha sufrido los efectos del crimen, de modo que, en los delitos
contra la salud pública, nos encontramos ante perjuicios indirectos
o, en su caso, ante daños colaterales que repercuten en algún
consumidor concreto (causación de lesiones o muerte en el caso
del aceite de colza).
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II. RÉGIMEN LEGAL
1. Interesa destacar que la cuestión relativa a la protección
de la víctima o sujeto pasivo de un delito está en íntima
relación con el carácter indisponible del Derecho penal;
en este sentido, la intervención y aplicación de la
reacción penal frente al delito es una competencia asumida
exclusivamente por el Estado, que no depende de la voluntad de las
personas implicadas ; así, es al organigrama institucional
a quien le corresponde también la protección de la víctima,
de manera que en todo sistema civilizado se prohiben actuaciones vindicativas,
autocompositivas de tomarse la justicia por su mano (peligro que tiene
sus manifestaciones en periodos de generalizado sentimiento de inseguridad
ciudadana o de desprotección por parte de los órganos
estatales) . Como pone de relieve en una reciente aportación
GASCÓN INCHAUSTI, "si queremos hablar en sentido estricto
de tutela de los derechos e intereses de los consumidores y usuarios,
hemos de reconocer que será la acción civil ejercitada
en el proceso penal la única capaz de cumplir dicha función.
Porque, en rigor, el proceso penal no sirve a la tutela en cuanto
tales de los derechos e intereses de consumidores y usuarios, en la
medida en que, desde una perspectiva estrictamente jurídico-penal,
carecen de relevancia los derechos e intereses que ostentan los particulares:
a través del ejercicio de las acciones penales se persigue
la tutela del interés público" . Incluso si la
parte no ha reclamado indemnización pero sí lo ha hecho
el Ministerio Fiscal, el juez debe pronunciarse sobre tal extremo,
salvo que el perjudicado haya renunciado expresamente a su derecho
de restitución, reparación o indemnización .
El Derecho español vigente, de acuerdo con esa preocupación
creciente de proteger los intereses de la víctima, le ha otorgado
un importante protagonismo en el ejercicio de la acción penal:
junto con la posibilidad de ejercicio de la acción pública
por parte del Ministerio Fiscal, se permite también que cualquier
ciudadano así como, naturalmente, la víctima o sus familiares
puedan ejercer tal impulso procedimental como acusación particular
(arts. 101 sgs Ley Enjuiciamiento Criminal), o la renuncia a la acción
penal por acuerdos con el acusado, admitidos judicialmente, (arts.
791 LECrim). Asimismo, las asociaciones de consumidores y usuarios,
los grupos de afectados y las entidades legalmente constituidas que
tengan por objeto la defensa o protección de los consumidores
y usuarios, cuando se trate de tutelar intereses difusos o colectivos
(art. 111 LEC).
Precisamente, el carácter público de la acción
penal (salvo delitos perseguibles a instancia de parte) compatibiliza
mal con la posibilidad de que las partes puedan llegar a un acuerdo
económico y conviertan la justicia penal (por principio, indisponible)
en una justicia transaccional, negociada mercantilmente, alejada de
los fines perseguidos en principio por el Derecho penal y el sistema
procesal; bien es cierto que la relevancia de lo que se denomina "conformidad"
del condenado con la pena, o las figuras de la "conciliación"
entre delincuente y víctima han sido introducidas en el Derecho
comparado respecto de determinados delitos menos graves o respecto
de los que solamente implican intereses económicos y con el
objetivo de facilitar la reparación de los daños irrogados
por el delito.
Pero, al margen de la previsión de las disposiciones penales
sobre indemnización de daños y perjuicios derivados
del delito, el Estado debe tratar de asumir en alguna medida tales
consecuencias cuando se trata de una amplia pluralidad de perjudicados,
y especialmente cuando estemos ante perjuicios que no pueden ser cubiertos
exclusivamente por el patrimonio de los condenados (caso de la colza)
.
El consumidor, inmerso en un mercado de masas, con métodos
de producción empresariales, en su condición de potencial
sujeto pasivo de estos delitos, es la parte débil y se encuentra
en un nivel enormemente desventajoso o desproporcionado de medios
en el proceso de creación contractual. Esta situación
fue la que motivó el famoso "mensaje" de Kenedy pronunciado
en 1962 sobre la necesidad de desarrollar una política de protección
de los derechos de los consumidores en el contexto económico.
Desde luego, todo acto de consumo responde a una decisión voluntaria
del particular que intenta satisfacer sus deseos o necesidades al
adquirir un bien o beneficiarse del servicio de un empresario. Pero
este principio de igualdad -por otra parte, meramente formal- queda
"pulverizado", según algunos, ante el poder de la
gran empresa y ante la falta de información y conocimiento
técnico adecuado.
Los medios de comunicación hoy en día han favorecido
el nacimiento de una conciencia social que hace que se enjuicien con
mayor importancia no sólo las injerencias perturbadoras en
las esferas jurídicas, sino también las actitudes pasivas
y las abstenciones que no impiden resultados lesivos en esos ámbitos.
Especialmente en la medida en que el pensamiento social ha ido penetrando
en todos los ámbitos de la vida, así como la idea de
solidaridad que se configura cada vez con más fuerza como valor
de referencia de la denominada "tercera generación de
Derechos Humanos", podría encuadrarse también el
derecho a la calidad de vida de los consumidores.
2. En principio, toda comisión de un delito entraña
no sólo responsabilidad penal sino también la obligación
de indemnizar civilmente los daños y perjuicios, materiales
y morales, derivados del injusto típico. Debe quedar claro
que, con independencia de la expresa regulación de esta materia
en los arts. 109 y sgs. del Código penal, su naturaleza es
indiscutiblemente jurídico civil.
Tal obligación civil ex delicto, concretada en restituir, reparar
el daño o indemnizar los perjuicios (art. 109 CP), puede reclamarse
en el mismo proceso penal (sistema de acumulación de acción
civil o penal) o manifestando la voluntad de reserva de entablar en
el futuro un proceso civil encaminado a obtener la indemnización
(art. 112 LECriminal). La modalidad restitutiva de un bien no entraña
especiales dificultades; por su parte, la reparación presenta
un sentido amplio de restauración de la situación anterior
a la infracción penal. Finalmente, se habla de indemnización
de perjuicios, materiales y morales, no sólo causados a la
víctima sino también a favor de terceros o parientes
perjudicados. Se pueden incluir en este concepto los perjuicios materiales
indirectos (lucro cesante) derivados de pérdidas profesionales
o laborales. Por su parte, los perjuicios morales, por su naturaleza
intangible y su alta dosis de espiritualización resultan más
difíciles de concretar: sufrimiento, aflicción o dolor
por el fallecimiento de un familiar, pesar, angustia, ansiedad, valor
estético, sentimental o afectivo de algunas cosas, etc . Para
evitar cualquier tipo de arbitrariedad, la jurisprudencia suele delimitar
el reconocimiento de daños morales de repercusión económica
más o menos directa, a efectos de dotarle su correcto sentido
compensatorio . Se he de tener en cuenta que la posibilidad de reclamación
de daños morales no sólo la puede tener, en su caso,
un heredero de una víctima mortal, si bien no se puede tolerar
una ampliación desmesurada de posibles sujetos legitimados
a ejercitar una acción de resarcimiento. Sin embargo, un determinado
perjuicio o daño puede dar lugar a una indemnización
material y moral a favor de la misma persona: el alimento adulterado,
el producto defectuoso o nocivo causa lesiones físicas o psíquicas
de enorme gravedad -una invalidez- que acompaña de por vida
a la víctima (dolor de ser inválido, limitaciones vitales
que ello conlleva, etc.).
Esta materia también presenta ciertas dificultades en orden
a proceder a una evaluación económica de los perjuicios
en el caso de los delitos de peligro o de tentativa, por no ser claramente
susceptibles de reparación; de hecho, reiterada jurisprudencia
destaca que los en delitos de peligro o en los de resultado cuando
éste no llega a producirse no pueden dar lugar a responsabilidad
civil . En todo caso, los daños han de probarse o acreditarse
.
De otra parte, cuando nos encontramos ante derechos sociales constitucionales
-como el ámbito de la salud pública y protección
de los consumidores- surgen dudas en orden a determinar la legitimación
para emprender un proceso de reclamación de daños, a
efectos de no tolerar situaciones de abuso sin vaciar, de facto, el
reconocimiento de tales derechos sociales constitucionales. En principio,
la LECriminal permite a los ofendidos o perjudicados interponer querella
en un procedimiento ya incoado de oficio o por iniciativa del Ministerio
Fiscal o de cualquier parte interesada, incluso mediante la acción
popular (art. 101 sgs, art. 270), o incluso pueden tomar parte en
la causa sin necesidad de interponer querella con un simple escrito
(acompañado de letrado y procurador), limitándose a
declarar que desean constituirse como parte en el proceso, pero siempre
antes del trámite de calificación del delito (art. 110
LECrim.) .
Un baremo para el cálculo de las posibles indemnizaciones
deberá tener en cuenta, si fuera el caso, la acreditada contribución
de la propia víctima al perjuicio sufrido; esta cuestión
se resuelve a través de la denominada "compensación
de culpas" (art. 114 CP) que debe resolver la determinación
de la indemnización en términos de equidad. Por ejemplo,
el manejo inadecuado por parte de la propia víctima de un producto
peligroso o en condiciones no óptimas, contribuye sin duda
a incrementar el riesgo. Pero ello no podrá conducir a la exención
de responsabilidad del responsable de la nocividad o defecto causante
de los daños. Ahora bien, a salvo de la incriminación
imprudente del art. 367, el resto de supuestos delictivos de adulteración
alimentaria son figuras dolosas, que impiden aplicar la citada compensación
.
3. Las personas civilmente responsables
En principio, deberán hacer frente a las obligaciones civiles
quienes hayan sido considerados responsables, a título de autoría
o de participación, penales de un delito . Estos responden
subsidiariamente entre sí los unos por los otros; en primer
lugar, responden los bienes de los autores y después de los
cómplices, sin perjuicio del derecho de repetir por parte de
quien ha soportado el cumplimiento de la responsabilidad civil (art.
116 CP). Los cómplices deberán asumir el pago en la
parte no efectuada por los autores.
En el caso de muerte del reo la acción para exigir responsabilidad
civil puede dirigirse contra los herederos, salvo que éstos
hubieran aceptado la herencia a beneficio de inventario (arts. 1010
y sgs. Código Civil); por tanto las obligaciones civiles derivadas
de delito son transmisibles a los herederos.
También son responsables directos los aseguradores hasta el
límite de la indemnización legalmente establecida o
contractualmente pactada (art. 117), siempre sin perjuicio del derecho
de repetición.
Los responsables civiles subsidiarios
De acuerdo con los arts. 120 y 121 CP se incluyen en este apartado
a los siguientes.
1- Los padres y tutores respecto de los delitos cometidos por mayores
de edad sujetos a su patria potestad o tutela o vivan en su compañía,
pero siempre que hayan incurrido en culpa o negligencia .
2- Los propietarios de medios de comunicación respecto de delitos
de calumnia e injuria
3- Las empresas por sus empleados siempre que se compruebe infracción
de reglamentos de prevención por parte de la empresa; que el
delito se haya realizado en el marco de la actividad empresarial (culpa
in eligendo) .
4- Los propietarios de los vehículos por delitos o faltas cometidos
en la utilización de los mismos por sus empleados o personas
autorizadas.
La responsabilidad subsidiaria de las Administraciones Públicas
(art. 121)
Las Administraciones públicas responden subsidiariamente, no
directamente, por los delitos cometidos por autoridades, funcionarios
públicos o contratados, siempre que la lesión sea consecuencia
del funcionamiento de los servicios públicos que les estuvieran
confiados. No habrá lugar a la exigencia de responsabilidad
civil del Estado cuando el representante público delinca al
margen de su actividad pública .
Si la responsabilidad subsidiaria de la Administración se exige
en el proceso penal, la pretensión debe dirigirse directamente
también contra la Administración o ente público
que se considere responsable civil subsidiario.
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IV- CONCLUSIONES
1. El Derecho penal contemporáneo muestra creciente preocupación
por la víctima o perjudicado del delito. De hecho, una verdadera
protección penal eficaz pasa ineludiblemente por la compensación
satisfactoria de los daños -materiales y morales- causados
por el delito; a ello intentan dar respuesta la normativa contenida
en el Código penal, civil, en la Ley de Enjuiciamiento Civil
y Criminal, así como en la Ley Orgánica del Poder Judicial
o también en la Ley General de Defensa de los Consumidores
y Usuarios de 1984.
En principio, de todo delito se deriva no sólo responsabilidad
penal sino también responsabilidad civil. Sin embargo, en el
ámbito de los delitos contra los consumidores, cuando se trata
de delitos en grado de tentativa o delitos de peligro, en los que
más que de víctimas directas (que es difícil
reconocer) se habla de víctimas difusas o de perjuicios indirectos,
difícilmente indemnizables, dado que resulta complicado demostrar
la existencia de una lesión. Tal sería el caso, por
ejemplo, de los delitos incriminados en los arts. 281-1, 282 ó
284 CP.
2. Nuestro ordenamiento jurídico ofrece un importante protagonismo
en el ejercicio de la acción penal y civil, de modo que, junto
al ejercicio de la acción pública por parte del Ministerio
Fiscal, se reconoce legitimación a la víctima o a los
familiares perjudicados, los "grupos de perjudicados," las
asociaciones de consumidores y usuarios y las entidades legalmente
constituidas que tengan por objeto la defensa o protección
de aquéllos.
3. La determinación de indemnizaciones debe ajustarse a parámetros
objetivados y de equidad. El Código penal determina las personas
civilmente responsables en función de que su implicación
en el delito sea a título de autoría o de participación.
Las obligaciones civiles derivadas de delito son transmisibles a los
herederos, de tal modo que, en caso de muerte del reo, la acción
para exigir responsabilidad civil puede dirigirse contra los herederos,
salvo que éstos hayan aceptado la herencia a beneficio de inventario.
Asimismo, se establece un régimen de responsables civiles subsidiarios
en los arts. 120 y 121 CP, que afecta también a las Administraciones
Públicas, respecto de los delitos cometidos por autoridades,
funcionarios públicos o contratados, siempre que la lesión
sea en el ejercicio de sus funciones.
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UNIÓN DE CONSUMIDORES Y
ADMINISTRADORES DE HOGAR: UCACYL |
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